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domingo, 22 de julio de 2012

Como internet está cambiando nuestros cerebros Pensamientos líquidos 2da/4tra

Fuente: fabainforma
A la irlandesa Eleanor Maguire le encantan los taxis. Cuando esta neurocientífica de la University College London, Inglaterra, se sube a uno de los tradicionales black cab londinenses siente que abandona el mundo en el mismo instante que cierra la puerta. De hecho, es tan adicta a este medio de transporte que fue arriba de uno de estos bólidos negros donde se le ocurrió la idea de un experimento para constatar cómo nuestra experiencia, las actividades que realizamos todos los días, alteran la fisonomía de nuestros cerebros.
No tuvo que buscar mucho a sus sujetos de estudio en una de las ciudades más complejas del mundo. Lo tuvo todo el tiempo frente suyo. Ahí estaba, dándole la espalda en su vuelta a casa. Desde aquel día de 1999, los taxistas se volvieron sus mejores amigos. Conversó largas horas con ellos, les preguntó cómo hacían para recordar más de 250 mil calles y lugares diferentes, si se confundían u olvidaban los recorridos. Y cuando se le acabaron las preguntas, Eleanor Maguire recurrió a una de sus herramientas favoritas: un escáner cerebral.
Así fue como durante el primer tramo del año 2000, esta investigadora se obsesionó con los cerebros de once conductores de taxis. A cada uno de estos hombres le pedía lo mismo: que, luego de vendarse los ojos y ponerse bien cómodo dentro de un tomógrafo, les describiera -a ella y a los demás miembros de su equipo- los caminos que tomaría para ir de un punto al otro de la ciudad. Por ejemplo, desde Grosvenor Square a la estación de metro Bank.
Y entonces, se hizo la luz. Las imágenes no tardaron en delatar el proceso mental de cada uno de estos individuos. Cada vez que un taxista imaginaba un recorrido, el hipocampo -es decir, aquella estructura cerebral bautizada así por su curiosa semejanza a un caballito de mar- se iluminaba como una lamparita. Allí, concluyó Maguire, se encuentra el centro de navegación del cerebro.
Pero la curiosidad de la investigadora no se agotó ahí. Y volvió a insistir diez años después cuando citó aun nuevo grupo de taxistas y con una tecnología de imágenes de resonancia magnética un poco más avanzada reveló toda una deformación profesional: que el hipocampo de los taxistas es más grande que el de otros conductores. Es más, el equipo liderado por esta neurocientífica constató que mientras más años lleva manejando uno de estos individuos, más grande es su hipocampo posterior. “Posiblemente el continuo ejercicio de navegación -concluye la investigadora en un paper publicado en Proceeding of the National Academy of Science- aumenta el número de conexiones nerviosas cerebrales de la región posterior del hipocampo, aumentando así su tamaño”.
No fue la primera ni fue la última vez que un grupo de científicos se inmiscuyó en la intimidad cerebral de una “tribu” en particular (están los que les pusieron capuchas con electrodos a monjes tibetanos, a bebés y a cantantes). Pero lo que hizo Maguire fue un poco más allá. Con el consecuente y esperado rebote mediático que tuvo su investigación, puso en evidencia la plasticidad de aquel pedazo de carne que cargamos entre nuestras orejas y que hacen que seamos quienes somos. Es más: esta neurocientífica irlandesa exhibió evidencias indiscutibles de que esa “cosa” a veces tan indefinible pero humanamente esencial llamada cultura deja sus trazos en lo más profundo de nuestra corporalidad. O mejor aún: que lo que hacemos a diario - compulsivamente, con ganas, porque nos obligan, porque no tenemos otra o, lisa y llanamente, porque sí- no sucede de nuestras narices para afuera. Nuestras rutinas, más bien, alteran -para bien o para mal, está por verse- la manera en que nuestras neuronas dialogan las unas con las otras. O lo que es lo mismo: la cultura recablea nuestros cerebros.

La nueva dependencia

Desde entonces y cada vez con más fuerza, no uno sino muchos investigadores, curiosos y críticos, redirigieron su mirada hacia nuestro no tan nuevo ecosistema tecnológico. Pero esta vez no para reverenciar el último vástago de la técnica, sino para interrogarlo.
Internet se infiltró en nuestra piel. Las computadoras, los celulares, la red son la nueva naturaleza en la que nos movemos y alimentamos. Es un hábitat informacional del que difícilmente se puede escapar. Vivimos conectados y cuando nos quitan forzosamente el chupete electrónico -la notebook, el celular o cuando de un momento a otro se corta internet- comienzan a florecer los primeros síntomas tortuosos de la abstinencia. Inocentemente, pensamos que somos nosotros los que usamos la tecnología, cuando en realidad, es ella la que nos usa y en el camino reconfigura nuestra forma de pensar, sentir y mirar el mundo.


Los nuevos estímulos que ofrece la tecnología parecen haber cambiado algo puertas adentro, en nuestro cerebro. La poca concentración, el estado de alerta permanente o el uso de "la memoria externa" que significa la web son factores comunes en la mayor parte de los usuarios de internet y de celulares. En esta nota, un recorrido por varias voces de especialistas que aportan su visión sobre las posibles alteraciones en las funciones celebrales.
En el fondo, lo intuimos. Nuestro cuerpo lo sabe. Algo cambió desde aquella época en la que las computadoras eran enormes monstruos de metal, a hoy en que es casi imposible comunicarse, trabajar, existir sin estas herramientas. Leer un libro de un tirón es una misión cada vez más imposible. Recordar un número de teléfono, una dirección, un cumpleaños, se volvió ahora toda una hazaña mental. Para toda una generación, chequear los mails es una necesidad casi tan básica como tomar un vaso de agua.

La revolución interior

“Los efectos de la tecnología no se dan en el nivel de las opiniones o los conceptos -escribió hace décadas uno de los genios más citados pero menos leídos de la literatura mediática universal, el canadiense Marshall McLuhan-. Más bien alteran los patrones de percepción continuamente y sin resistencia”.
Hasta que el periodista Nicholas Carr no arrojó la primera piedra y se hizo una pequeña gran pregunta, nadie se atrevía a confesarlo: “ ¿Google nos está haciendo estúpidos?”, se preguntó Carr en un ensayo publicado en 2007 en la revista The Atlantic. Ahí, el autor subrayaba cómo él ya no podía concentrarse como antes, cómo se la pasaba (y pasa) pensando en forma de links, saltando de una cosa a la otra, lo cual no hacía más que corroer su pensamiento crítico y alentar una mirada superficial.
“Mientras más confiamos en las computadoras para ser el medio por el que entendemos el mundo, es nuestra propia inteligencia la que se está convirtiendo en inteligencia artificial”, decía por entonces. Pasaron los años, Carr escribió y firmó otros libros como The Big Switch: Rewiring the World, from Edison to Google y su postura y mirada se fortalecieron gracias a las investigaciones que describían numéricamente el nuevo estado de aturdimiento mental del mundo.
Lo que comenzó como una pregunta y una respuesta en 4000 palabras -el artículo de Carr puede leerse en http://bit.ly/cXNeCU- creció y tomó forma de libro: The Shallows: what the internet is doing to our brains (publicado recientemente en Argentina como Superficiales: ¿Qué está haciendo internet con nuestras mentes?, de la Editorial Taurus). “El cerebro humano se adapta rápidamente a su ambiente –se extiende Carr-. Esta adaptación ocurre a nivel biológico en la manera en que nuestras neuronas se conectan entre sí. Las tecnologías con las que pensamos, que incluyen los medios que usamos para acaparar, acumular y compartir información, desempeñan un rol fundamental al moldear nuestras formas de pensar. Si bien soy ahora bastante ágil al navegar por los rápidos de la red, he experimentado un retroceso en mi habilidad de mantener la atención. La red carcome mi capacidad de concentración, contemplación, introspección. Mi mente espera ahora tomar información de la manera en que la red la distribuye: en un dinámico chorro de partículas. La red erosiona la habilidad humana de entablar modos de pensamiento más calmos y meditativos. Si bien muchos estamos agradecidos por las riquezas de la red nos preocupan los efectos a largo plazo en la cultura intelectual, colectiva e individual”.

La fábrica del olvido


No nos damos cuenta inmediatamente, pero las tecnologías alteran la manera en la que vemos el mundo. Como recordaba el sociólogo e historiador de la tecnología Lewis Mumford, en el siglo XIII el reloj mecánico permitió la cuantificación del tiempo y cambió para siempre la forma de trabajar, comprar y actuar. La imprenta en el siglo XV instauró el pensamiento lineal.
Ahora les toca el turno a internet y a los celulares. Por ejemplo, ya no es necesario recordar: las máquinas lo hacen por nosotros. Wikipedia, blogs, Bogs, redes sociales, videos onlines, agendas digitales: el conocimiento y los recuerdos no están adentro sino afuera. Nuestras memorias se trasladaron del cortex cerebral a aquel megacerebro mundial que se alimenta de recuerdos, la web. El olvido digital (o el Alzheimer tecnológico), así, es la cara oculta de la obsesión tecnológica por la memoria. El español Manuel Castells considera que las sociedades contemporáneas carecen de temporalidad: no tienen ni pasado ni futuro y por lo tanto no tienen memoria. Las tecnologías nemóticas -cámaras, grabadores- reconfiguran lentamente las neuronas de los nativos digitales, aquellos que no conocen, ni se imaginan un mundo sin iPods, celulares, computadoras donde volcar sus recuerdos efímeros.

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